Por Eliana Alcalá de Avila, Coordinadora de Acceso a la Justicia y Política Criminal

La fuerza pública se ha inscrito en nuestra memoria como un actor violento, que más allá de protegernos, se ha ensañado en esparcir desde lo físico y lo simbólico el mensaje de represión y violencia. No por nada el 24 de febrero es el Día Nacional de la Brutalidad Policial, mismo día que, por medio de la directiva transitoria 0205 de 1999, se creó el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) un cuerpo que fue y ha sido un actor reconocido como perpetrador de múltiples hechos de uso excesivo de la fuerza en medio de la protestas, cobrando la vida de muchas víctimas que, aún hoy, no han recibido justicia. Es importante anotar que no solo el  ESMAD ha cometido estas acciones, y la Policía Nacional, en su conjunto, han replicado prácticas violentas sobre aquellos que deberían proteger y ha ejercido el control de lo que está fuera del status quo, además de enfocarse especialmente en los cuerpos que históricamente se han considerado como peligrosos, no deseables y sujetos de apropiación: “ los sospechosos”. 

Sin embargo, esta última idea, la de la violencia ejercida por parte de la fuerza pública sobre las personas marginalizadas y discriminadas en razón de factores como la identidad etnico-racial, el género, su orientación sexual, entre otras, ha sido constantemente invisibilizada. Sí, ya sabemos que existe la percepción general de que la policía es violenta, en especial, que jóvenes han sido víctimas de estas acciones y que por eso se ha marchado y se ha exigido múltiples veces condenas y procesos de reforma policial. Sin embargo, es importante cuestionarse ¿cuándo estas demandas han analizado los impactos que la violencia policial tiene sobre la población afrodescendiente e indígena de forma específica? Creo que no recuerdo ninguna con la suficiente fuerza para convertirse en el foco principal de lo que se exige. Solo hasta hace muy poco empezamos a hablar sobre el fenómeno de violencia policial racista a nivel nacional,  de las dinámicas violentas de los agentes del orden sobre la población afrodescendiente, de reconocer cómo los perfiles raciales que es el uso de criterios subjetivos basados en la pertenencia étnico-racial, son motivadores para perseguir grupos específicos como la población afrodescendiente. 

Esta invisibilidad de siglos, es en parte un proceso legitimación y normalización de la discriminación racial, reconociendo que estamos en un Estado racista que en su estructura más profunda, ha perpetuado las condiciones de desigualdad y violencia hacia la población afrodescendiente. En 2020, se podría decir que fue el año donde mundialmente se hizo más evidente la violencia policial racista a partir del movimiento “Black Lives Matter” (La vidas negras importan) en Estados Unidos, motivado por la muerte de George Floyd entre otros factores contextuales. Las Naciones Unidas incluso generaron órdenes que empezaron a analizar el comportamiento de los agentes del orden hacia la población afrodescendiente a nivel mundial, hasta se creó por primera vez un mecanismos especial enfocado solo en este tema, que es el  Mecanismo de Expertos para Promover la Justicia e Igualdad Racial en la Aplicación de la Ley.  No obstante, esto no tuvo el mismo efecto catalizador en Colombia y mucho menos en las acciones del Estado para preguntarse si se estaban ejerciendo prácticas de violencia policial racista. 

Atravesamos el Paro Nacional del 2021 en la que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), reconoció que ciudades como Cali, con mayoría de población afrodescendiente, había sido el epicentro de la violencia por parte de la fuerza pública, en la que se pudo evidenciar el uso excesivo de la fuerza motivada por criterios racista que incluso se manifestó en declaraciones de funcionarios públicos. En razón de esto, se recomendaron procesos de formación con aplicación de enfoques diferenciales, procesos de reparación, incluso la necesidad de información estadística desagregada. 

Asimismo hemos conocido los homicidios de jóvenes afrodescendientes como Anderson Arboleda, Milton Andres Peralza, Johan Estaban Infante, Harold Morales, Martín Elias Manjarres, que son solo la punta del iceberg de la violencia policial racista. El proceso  de invisibilización se ha dado de manera tan profunda, que hoy desconocemos las cifras reales de los homicidios por parte de la fuerza pública de personas afrodescendientes debido, además, a la negación constante de la institucionalidad por tener información estadística desagregada de forma adecuada. Así como también y en su mayoría, ignoramos las dinámicas internas de los territorios donde se encuentra  la población afrodescendiente, que se ve sometida a la persecución, al hostigamiento, a la judicialización injustificada por los patrones de criminalización y perfilamiento.  Son entonces las personas líderes de estos territorios, quienes en medio de sus procesos comunitarios y con lo que tienen a la mano, deben asumir la lucha que nadie ve y que pocos defienden, solo por tratar de sobrevivir al control policial y por rescatar la memoria de aquellos que se han ido injustamente, para salvar a quienes todavía están. 

Al parecer nada de lo relatado, ni ningún esfuerzo es suficiente para que se  reconozca la necesidad de atender la violencia policial racista. Muestra de ello es que estamos en medio de una aparente reforma integral de la Policía que desconoce completamente la urgencia de integrar un enfoque étnico-racial, pese a las distintas exigencias. Ningún documento ni directiva ha evidenciado un interés real por asumir que la brutalidad policial racista existe, ninguno. Cuando hemos visto expresiones como “raza”, “etnia” o “enfoque diferencial” en lo que ha surgido de este proceso, solo  se hace referencia a la necesidad de procesos culturales, como si el perfilamiento racial y la criminalización, fuera un asunto de no conocer la cultura, en vez de entenderlo como parte de la discriminación estructural a la que se ha sometido la población afrodescendiente. Adicionalmente, en el ejercicio desgastante de estos espacios de reforma, reflexionamos sobre qué tanto se escuchan nuestras voces, que además son muy pocas y que realmente no son representativas frente al universo total de las personas afectadas por este fenómeno.  Es como estar en un foro donde los micrófonos de las personas y organizaciones afrodescendientes estuvieran apagados. 

Hace poco se conmemoró el día contra la brutalidad policial, que se convierte en una oportunidad para realizar una llamado a reconocer que la brutalidad policial no ha sido igual para todas las personas, que es necesario exigir al Estado el reconocimiento por los daños irreparables que la violencia policial ha tenido en poblaciones históricamente discriminadas; que el silencio que se refleja en la indiferencia y a veces en una ignorancia muy conveniente, no puede seguir guiando un proceso de reforma que es una oportunidad para integrar de manera efectiva las exigencias para transformar las dinámicas de la violencia policial racista.  Es momento de romper con la resistencia a reconocer que la brutalidad policial ha sido y es racista. 

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