
En los próximos días comenzará una nueva edición del Festival Petronio Álvarez. Las cifras oficiales hablan de un éxito rotundo: en su última versión, de acuerdo a la página oficial de la alcaldía de Cali más de 600.000 personas asistieron y se generaron más de 60.000 millones de pesos para la economía caleña. Las ventas en emprendimientos gastronómicos, de bebidas y artesanías superaron los 3.500 millones de pesos. La ocupación hotelera alcanzó picos históricos y la ciudad vivió un flujo turístico sin precedentes.
Sin embargo, detrás del brillo hay una tensión profunda. El Petronio proyecta el Pacífico al mundo, pero muchas veces bajo una narrativa que simplifica su complejidad y lo presenta como un producto listo para el consumo masivo. Es un escenario donde la cultura afrocolombiana del Pacífico se mueve entre dos fuerzas opuestas: por un lado, el orgullo y la reivindicación política y, por el otro, la adaptación a las lógicas del mercado. Esa “gran vitrina del Pacífico” no es solo una metáfora: es la realidad de un evento donde músicas, cocinas, peinados y saberes se exhiben como bienes simbólicos que deben encajar con las expectativas del turismo y el consumo urbano.
Desde lo que Aníbal Quijano definió como colonialidad del saber y lo que George Yúdice describe como economía de la cultura, este proceso implica que lo que se muestra no siempre refleja la profundidad y el potencial transformador de los saberes, sino que se ajusta a cronogramas, estéticas “vendibles” y narrativas que no incomoden a patrocinadores. El tambor, que fue arma de resistencia, hoy se mide en minutos y se filtra por estándares ajenos, corriendo el riesgo de convertirse en una marca registrada que no pertenece a quienes la crearon.
He decidido escribir esta columna porque cada año, tengo una imagen en mi cabeza que sintetiza este dilema: las primeras filas, frente a la tarima de competencia, ocupadas por figuras de la farándula, la élite política y económica caleña, con una sonrisa para la foto y muchas veces, ajenos a la historia de la canción que suena. Detrás de esta línea, un río de personas de pie y la gente del Pacífico, que ha invertido un año entero en preparar voces, instrumentos y sueños que vibran con cada interpretación, sabiendo que, pasada la semana, la visibilidad se apagará y la vida seguirá atravesada por la desigualdad y el racismo estructural.
Lo realmente crítico, es que, aunque la narrativa oficial del festival habla “del Pacífico para el mundo”, la mayor parte de las ganancias se queda en circuitos urbanos, especialmente en Cali. Hoteles, restaurantes, bares, transporte, marcas patrocinadoras y comerciantes locales, donde se concentra la riqueza generada. Mientras tanto, municipios como Buenaventura, Guapi, Tumaco o las comunidades del Chocó, que son la cuna de los saberes y expresiones que nutren el festival, reciben una porción mínima y, casi nunca, una inversión que aborde lo estructural y el fortalecimiento de los procesos culturales. El capital cultural viaja de la periferia al centro, pero el capital económico no hace el camino de regreso.
Esto reproduce un patrón histórico: el territorio produce la materia prima, en este caso cultural y simbólica, y la ciudad centraliza el procesamiento, la venta y la ganancia. El resultado es un ciclo en el que las comunidades creadoras siguen enfrentando precariedad, mientras el festival se consolida como motor económico, pero sólo para quienes ya están dentro del circuito urbano.
La justicia racial exige que la cultura no sólo se exhiba, sino que se convierta en un motor real de vida digna. Si queremos que el Petronio siga siendo un símbolo de orgullo, debemos asegurar que también sea un instrumento de redistribución y reparación. Porque celebrar la cultura afro sin mejorar las condiciones de vida de quienes la sostienen, no es apoyo: es extractivismo con cara de fiesta.